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sexta-feira, 30 de setembro de 2011

CONTO: LAILA - Daniel Galera (publicado no La Nacion)

Conocí a Laila en el jardín de un jardín de infantes de la zona sur de Porto Alegre, y años después la reencontraría en el colegio primario, en lo que todavía se llamaba primer grado, aunque nunca estudiamos en el mismo curso, y después la reencontraría otra vez en la facultad, tras haber pasado los tres años del secundario (lo que se llamaba segundo grado), en colegios diferentes, y nos volveríamos amigos del tipo de los que se ven poco, pero que cuando se ven, saben que sus vidas dependen de esos raros encuentros de una manera que va mucho más allá de lo que la razón permite suponer.
El jardín del jardín de infantes era arbolado, había un pequeño bosque que ciertamente amplifico en mis recuerdos infantiles pero que seguro era grande y lo suficientemente reservado como para que dos compañeritas, Daniela y Daniela, me arrastraran y me obligaran a besarlas con pudor sin que las profesoras nos vieran. Y un día fuimos sorprendidos por otra muchacha de pelo marrón, más bajita que yo y que las dos Danielas. Vestía un guardapolvo decorado con cosas coloridas, horquillas y moños quizás, y nos encaró en silencio. Durante un buen rato nadie se movió, hasta que vino hacia mí y me extendió la mano. Yo le di la mía y ella me llevó al parquecito donde había otros chicos. Nos sentamos en el parque, sin hablar, pero allí permanecimos juntos, y nunca más hablé con las Danielas.
No recuerdo las conversaciones que tuve con Laila en el jardín de infantes, creo que ni siquiera se pueden llamar "conversación" las cosas que se dicen a esa edad, pero la reconocí de inmediato cuando pasé frente al aula del curso C, el primer día de clase de sexto grado, y vi a una chica con una camiseta lisérgica de Led Zeppelin reclinada sola sobre la pared, medio asustada por la camaradería posvacacional que ella no podía compartir por su condición de alumna nueva, pero al mismo tiempo determinada a exponerse con aquella remera bien al lado de la puerta. Yo era del curso A, pero me detuve para hablar con ella. Tardó en acordarse de mí, en realidad yo no recordaba su nombre, pero nos acercamos antes de que ella estableciera sus amistades femeninas en el colegio, y por eso nos hicimos amigos. Además de Led Zeppelin, le gustaban Jethro?Tull y The Mamas and the Papas, sin duda por sus padres (a pesar de ello, su nombre no era una referencia a la canción de Clapton, y sí a una antigua leyenda árabe que Laila me contó una vez, una tragedia amorosa que recordaba a Romeo y Julieta), e intenté hacer que apreciara cosas de nuestro tiempo como Guns n' Roses y Nirvana, pero ella se negó a darles valor hasta muchos años después, cuando nos reencontramos en la Universidad Federal, ella recién ingresada a Periodismo, y yo a Publicidad. Nos abrazamos y nos reímos y balanceamos las cabezas asombrados por aquel improbable segundo encuentro, y todo el asunto manifestaba para mí cierta conspiración del destino porque yo me había enamorado de ella durante buena parte del sexto, séptimo y octavo grado, un enamoramiento que declaré muchas veces pero que nunca fue correspondido, y seguí pensando en ella durante la secundaria, que en la época se llamaba segundo grado, antes de prácticamente olvidarla. En el segundo reencuentro ella escuchaba algo en los auriculares y los puso en mis oídos mientras decía "mirá lo que estoy escuchando".
Era Nirvana. Una grabación cualquiera en vivo, de esas que circulaban en casetes.
-Es Nirvana -le dije.
-¡Sí! ¡Me encanta Nirvana! Me acordé de que a vos te gustaba en el colegio.
-Quise convencerte miles de veces.
-Empecé a escuchar uno de los casetes de mi primo y me di cuenta de que no hay nada igual a esa onda de ellos. Esa dinámica de lo -y entonces me dijo un montón de cosas sobre Nirvana que yo ya le había dicho muchas veces años antes, cuando la banda estaba en su apogeo-. Pero a esas alturas yo la conocía muy bien y su comentario hizo que se reavivara mi pasión juvenil, pues ésa era quizá su característica más marcada: ella tardaba mucho más que las otras personas, a veces meses, a veces muchos años, según el tema, para aceptar o reconocer o darse cuenta de cosas que para la mayoría de nosotros ya eran obvias porque o nos las habían dicho o enseñado, o porque los medios o el Zeitgeist o el propio ritmo biológico y cultural de la experiencia humana las había inculcado en todos alrededor. Pero Laila nunca se convencía. No absorbía nada a partir de los otros. En la adolescencia temprana, mucho más allá de tonterías como el valor de Nirvana, intenté convencerla de dos cosas importantes, la inexistencia de Dios y que habíamos sido hechos uno para el otro. Ella nunca aceptó la segunda, pero terminó por aceptar la primera al final del octavo grado, y en una madrugada en una fiesta en la casa de un amigo nuestro me reveló sus conclusiones.
-No es que niegue la idea de cualquier cosa espiritual -me dijo en esa ocasión. Estábamos en las escaleras que llevaban al salón de fiestas con pileta en el piso de abajo, observando la noche oprimente de la adolescencia mientras los gritos de nuestros amigos borrachos resonaban en las casas vecinas. -Pero esa idea de un Dios como entidad tan... a nuestro alcance, formateada a nuestras necesidades, me molesta. Todas las definiciones de Dios que encuentro tienen ese problema. Es tan obviamente un producto de la imaginación del ser humano que para mí ni siquiera merece una discusión filosófica.
-Sí, Laila. -Mi padre era judío y profesor de historia y le gustaba forzarme a pensar en cosas como la existencia de Dios, que yo tendía a negar. Su padre era un psiquiatra muy culto y la madre escribía libros infantiles. Ya estábamos en la edad en que los adolescentes hipereducados creen descubrir verdades sobre la vida que los adultos increíblemente se niegan a ver, y para entender algunas de esas verdades Laila y yo éramos el único interlocutor que ambos teníamos. -Es más o menos algo que te dije una vez. El año pasado, creo. ¿Te acordás?
Pero ella nunca se acordaba, o fingía que no se acordaba, o se acordaba y no le daba ninguna importancia, porque necesitaba llegar a las conclusiones por sí misma. ¿Qué le importaba lo que yo había dicho o los argumentos exaltados que me esforzaba en pronunciar para que los aceptara? Lo importante era que ella había pasado un feriado en las sierras con los padres y se había quedado sola una noche en la cabaña durante una tormenta increíble y de repente la naturaleza reveló su aspecto físico total, nada místico, y entonces se puso a pensar mientras comía chocolates Gramado y, ahí sí, ella supo que Dios no existía. Su revelación personal tenía más de una o dos semejanzas con lo que yo le había dicho hacía tiempo, y nunca llegué a una opinión definitiva sobre la autenticidad de sus descubrimientos. Quizás ella simplemente era celosa y se negaba a aceptar lo que le decían, explicaban, enseñaban o confesaban sólo para retomar algunas cosas mucho tiempo después a partir de una experiencia personal cualquiera, con lo cual el descubrimiento reaparecía en el mundo como algo suyo, íntimo e intransferible. Quizá de hecho era todo suyo, íntimo e intransferible, y la semejanza y el retraso sólo reflejaban el hecho de que todos nosotros llegamos más o menos a las mismas conclusiones a lo largo de la vida, aunque en ritmos diferentes y con métodos diferentes. No me importaba. Laila era así, y yo la quería cada vez más al escucharla confesarme algo con los ojitos bien abiertos de asombro o fascinación, iluminados por su más reciente epifanía retrasada. Mi impresión era que no tenía apuro por vivir. Era una muchacha serena y absolutamente convencida de su propia felicidad en todos los momentos. No se consideraba ingenua, pues sabía que el mundo la esperaba. A mí me gustaba imaginar que de a poco, a su ritmo y a su manera, ella sería capaz de comprender la vida por entero sin tener que recurrir nunca a lo ya dicho, registrado y difundido a lo largo del tiempo por el resto de la humanidad.
No volví a declararme durante la facultad. La toqué más allá de lo respetuoso, le hice invitaciones cargadas de otros sentidos para que viéramos películas en mi casa o fuéramos a la playa con una pareja de amigos, pero nunca verbalicé lo que me había cansado de verbalizar en el pasado, hasta que un día me dijo abiertamente, con su habitual serenidad y convicción, que nunca dañaría nuestra amistad con un noviazgo o sexo inconsecuente. Y en el tercer o cuarto cuatrimestre me puse de novio con Rafaela, una pelirroja que estudiaba Economía y era hija de los dueños de un bodegón italiano en la zona sur. De a poco, Laila y yo pasamos a vernos menos, sin dejar nunca de ser amigos. Laila y Rafaela se conocieron y las pocas veces que se encontraron se llevaron bien. A veces, borracho y enojado con la vida, volvía a pensar en Laila como una oportunidad perdida, y en mis delirios narcisistas y rencorosos me veía como un tesoro que ella había desperdiciado. Pero después se me pasaba. Hice dos años de pasantía en agencias de publicidad, buscando el camino de la dirección de arte. Hice un curso de diseño gráfico de seis meses en Canadá. Rafaela me esperó. Pensábamos vivir juntos y, pocos meses antes de recibirme, empezamos a buscar un departamento. Nos mudamos. Nos recibimos.
Laila no sólo tuvo sus novios en ese período, sino que me contaba mucho de sus relaciones y, típico en ella, a veces compartía conclusiones que a quienes no la conocían podían parecerles chistes sarcásticos. Dos o tres años después de la facultad, la encontré almorzando en un shopping y me senté con ella. Por cosas que dos o tres novios le habían hecho y sobre las cuales ella había reflexionado mucho en un domingo helado, llegó a pensar que en general los hombres no veían la fidelidad de la misma forma que las mujeres. No te rías de ella, por favor. Sería necesario convivir con Laila y ver la sinceridad exasperada de sus miradas y gestos para entender cómo una cosa así podía de hecho ser una revelación para ella a sus 23 o 24 años, una revelación que la afectaba profundamente. ¿Dónde había estado todo ese tiempo? ¿No había charlado con amigas, leído revistas de adolescentes o visto comedias románticas? Había hecho todo eso. Pero necesitaba años de experiencia propia y tres novios infames para "finalmente comprender" un cliché que avergonzaría incluso a una presentadora de un programa vespertino. Y si la conocieras como yo, seguramente sonreirías cuando una noche ella te llamara para decirte que necesitaba conversar con alguien pues venía pensando en cosas pesadas, que se había dado cuenta de que la mayoría de las personas vive negando la muerte, simplemente eso, negando la muerte en todo lo que hacen, en cada acción y gesto, desde el instante en que se despiertan hasta la hora de dormir, incluso cuando sueñan niegan la muerte, una idea a la cual ella había sido expuesta muchas veces desde la juventud y que vos le habías presentado cuando ella todavía se impresionaba con la filosofía existencialista de masas, al punto de prestarle libros con fragmentos subrayados y discutir con ella esos fragmentos, dispuesto a imponer el entusiasmo que esas ideas te causaban en aquella época, sólo para verificar que ella jamás se convencería, que lo creería interesante pero sin sentido, medio exagerado, medio pesimista, una simplificación grosera de lo que realmente significa estar en este mundo.
Pero por más que la conociera, por más que la amara como la amaba, no estaba preparado para que, tiempo después, tras un breve reencuentro en el cóctel de lanzamiento de un diario nuevo, cuya cuenta pertenecía a la premiada agencia publicitaria donde yo trabajaba, ella me enviara un e-mail con la propuesta de un café, que obviamente acepté, incluso porque tenía la intención de revelarle que Rafaela y yo finalmente nos casaríamos, y entonces me contara que estaba enamorada de mí.
Laila dijo que era como si llevara esa pasión dentro de ella desde siempre, desde que nos vimos por primera vez en el jardín de infantes y me rescató de las garras de las Danielas, pero solamente ahora, después de todo lo que habíamos vivido, era capaz de ver, y yo debería verlo también. Por primera vez en la vida, me enojé con ella. Sin embargo escuché su larga argumentación en favor de nosotros, las motivaciones racionales y pasionales que demostraban que habíamos sido hechos uno para el otro. Resistí, y le dije que jamás funcionaría. Que una hipotética ruptura con Rafaela pesaría demasiado y yo me volvería rencoroso, y que ni siquiera sabía si todavía sentía por ella lo que había sentido en el pasado.
Me gustaría decir que dejé a Rafaela para vivir una relación potencialmente desastrosa con Laila, pero no fue lo que sucedió. Seguimos viéndonos dos o tres veces al año, sólo para recordar cuánto nos queremos uno al otro y sentir una vez más que en algún momento nos ?desencontramos.
Y ahora estamos los dos en la habitación de Laila, en su cama, tanteando el pasillo de nuestra tercera década de vida. Laila llora convulsivamente y sus bramidos contra la almohada son asombrosos, de una grandeza cósmica, como el clamor de un gran desastre natural al otro lado de una montaña. No la veía desde hacía meses. Me llamó porque hace dos días que teme matarse, y obviamente vine. Rafaela está en casa, embarazada, y la llamo cada dos horas para saber si está bien. Laila tomó diez pastillas de clonazepam en 24 horas. No sabe por qué se siente así. Dice que es "todo". No hay nada que decirle ahora, sólo paso la mano por su cabeza. Horneo pancitos de queso, que sé que a ella le gustan mucho. Más tarde, cuando salga de la turbación, ella me preguntará si creo que se le pasará, si todo estará bien. Exigirá que yo sea honesto y le haga previsiones fundamentadas sobre lo que la vida le reserva. En mi mente quedará nítida, mientras pienso en qué decirle, la reprobación secreta que siempre alimenté por su independencia existencial, su presuntuosa autosuficiencia, y por un instante sentiré que ella merece enloquecer o morir sólo para que se pruebe que ella debería, sí, haber necesitado a los otros desde siempre, preferiblemente a mí. Será terrible, sofocaré ese pensamiento con todas mis fuerzas, pero ocurrirá y no hay nada que hacer al respecto. En el instante siguiente, sin embargo, me dejaré dominar por la embriagadora fantasía de que tengo el poder de trazar el destino de esa mujer, de que basta que le insista con algo y ella lo niegue para que su experiencia lo acepte más adelante, y entonces daré mi respuesta.

Traducción: Livia Almendary

quinta-feira, 29 de setembro de 2011

CADERNOS DO DR. EDMILSON: O MORTO PRIÁPICO E OUTRAS HISTÓRIAS, PARTE 6 - Alexandre Boeira

Segunda-feira. Finalmente segunda-feira. O fim-de-semana durou um século. Como um Garfield às avessas, Brasil exaltava mentalmente o início de mais uma semana de trabalho. Afinal, como relaxar no Zoológico com o carro da polícia largado no estacionamento lotado e com quarenta e cinco quilos de erva na mala? Como comprar meias, tomar sorvete, comer galeto, colocar gasolina, andar de pedalinho, comprar chocolates, como fazer tudo isso se a cabeça já estava adiantada no tempo?  
Enquanto dirigia o carro, Brasil organizava suas prioridades. Precisava encontrar o tal Guinther. Precisava conversar informalmente com ele, com a Nathália, com a Sonja, se ela falasse português, com o João, com Cristina e com quem mais encontrasse daquela história maluca do morto. Precisava ligar para a Lucinha e, acima de tudo, precisava deixar a maconha no IGP para o laudo.
Quando se deu conta, depois de deixar o filho na escolinha, já tinha dirigido mecanicamente até a delegacia. Cacete, o IGP ficava do outro lado da cidade. Foda-se, prioridades invertidas. Passaria depois no IGP. Antes, precisava passar no portuga.
- Grande Brasil. Como estão as coisas nas Nações Unidas? Tem assembléia-geral hoje? Até o Mello apareceu.
Manoel tava com a macaca hoje. Precisava ser rápido, caso contrário teria de ouvir alguma das piadas velhas dele.
- Valeu vascaíno. As sacolas me salvaram na sexta. Tava tudo direitinho.
- Obrigado doutor. Tudo para agradar a freguesia. Vai o de sempre hoje?
- O de sempre. Caprichado.
Brasil sentou-se ao balcão. Manoel sabia que ele não bebia cerveja pela manhã. Não na rua, apenas em casa, mas isso Manoel não sabia. O português serviu o café cortado e o bolinho de batata e sentou-se também. Do outro lado do balcão e bem na frente do inspetor. Brasil passou os olhos pelo bar. Totalmente vazio. Só o dono e um cliente, ele. Não tinha saída, hoje era café com bolinho e bate-papo.  Já que teria de conversar mesmo, escolheu ele o assunto. Aquele que reverberava na sua cabeça.
- Me diz uma coisa Manoel, já ouviu dizer de morto de pau duro? Sabe se isso é possível?
- Se e possível eu não sei, mas que tem piada disso tem. Ah tem.
Ai, ai, ai. Lasquei-me como diria o próprio. Vou ter que aturar a piada. Mais uma vez sem escolha, deu um gole do café, mordeu o bolinho e, estoicamente, se ofereceu ao sacrifício.
- Conta então de uma vez. Tá louquinho pra contar que eu sei.
Manoel esperava apenas as duas dicas, a do café com bolinho e a da piada. Uma vez atendido, fez seu ritual. Pegou a caneta da orelha, anotou no caderninho mais uma dívida do inspetor, limpou a garganta, ajeitou-se na banqueta alta e mandou:
- Pois então. O gajo morreu. Morreu de morte morrida. No velório, uma coisa estranha estava a acontecer.
Eu mereço, pensou o inspetor. Manoel contava as piadas de modo interativo com a platéia, no caso, apenas ele. Era igual aos mágicos de festa infantil, se não perguntasse, não participasse, ele ficaria quieto, parado com aquele pano nojento no braço, esperando a plateia comprovar que ele era o centro das atenções.
- Estranho como?
Feita a pergunta. A piada prosseguiu. Até a próxima parada.
- O caixão não fechava. Não dava para fechar, pois o defunto estava de pau duro, ou de injeção, como se diz na minha terra. Não tinha jeito. Nem subindo na tampa. O clima já estava constrangedor quando se aproximou um gajo e falou para a viúva que teria de cortar o cacete do falecido para poder fechar o caixão. Assim se fez, mas surgiu outro problema. Onde colocar o instrumento do extinto? Não era coisa pouca, não cabia no bolso das roupas dele. Foi quando alguém teve a feliz ideia de socar o pau no cu do morto, e socaram mesmo. Mas daí, algo aconteceu.
- O que aconteceu, Manoel?
Já estava esperando, perguntou logo para abreviar a pausa dramática. Afinal, já tinha tomado o café, do bolinho restavam apenas uma ou duas mordidas e a piada não andava.
- O morto estava chorando. A viúva percebeu lágrimas na face do presunto. Foi quando ela falou.
- Falou o que Manoel?
Essa foi de boca cheia. Acabou o bolinho, estava mastigando o último pedaço.
- Ela disse assim: Ta vendo, amor? Ta vendo como eu te amava? Diz agora que pau no cu não doi?
Brasil riu para não perder o crédito que lhe valia as cervejas, o café e o rancho. Feito isso, bateu a mão espalmada no balcão, agradeceu Manoel pela piada e tomou o caminho da delegacia.
Ao entrar no prédio, esbarrou no Mello que saía correndo sem olhar para frente. O tranco seria leve, poderia até evitar, mas preferiu reforçar o resultado. Retesando o braço e ajustando a posição do ombro, preparou-se para escorar o magricela com cara de fuinha, tudo para interromper a pressa do corrupto. Quase jogou o Mello no chão. Só não caiu porque estava na soleira da porta e conseguiu segurar-se no batente. Brasil continuou o confronto, agora de modo verbal.
- Vai salvar o pai da forca? Ou vai recolher o dinheiro do jogo? Olha onde anda imbecil.
- Porra Brasil, olha tu. Se tu é trouxa e não gosta de dinheiro o problema é teu. E vê se para de me xingar que qualquer dia eu me irrito e acabo contigo.
- Demorou. Só se for agora. Faz tempo que eu quero embolachar essa tua cara feia.
A providência fez chegar naquele exato momento a delegada Hollanda. A única vaga reservada defronte à DP era, obviamente, para o carro dela. Os demais ficavam na frente do bar mesmo. Os confrontantes deram espaço para passar a chefe. E ela passou. Vestia um blazer preto justinho, aberto sobre uma camiseta branca que valorizava bastante seus atributos, ainda que muitos colares sobrepusessem o destino dos olhares dos dois policiais. Abaixo da linha da cintura, apenas uma bermuda jeans e, ultrapassadas as pernas torneadas nas horas de academia, nos pés, um par de botas na altura da canela. Obsessivamente arrumada para parecer o mais casual possível, ela sabia se fazer notar. Ao passar pelos policiais, dirigiu a cada um poucas e suficientes palavras.
- Que tá fazendo aqui Mello? Sabe que não quero ver tua cara na minha delegacia. A Corregedoria pode até dizer que não vê motivos para te suspender, mas eu é que não vejo motivos para te deixar trabalhando. Até estar tudo resolvido, tu não entra aqui. Entendeu?
- Sim senhora.
Prontamente, Mello respondeu. Esse arranjo estava perfeito para ele. Não precisava ir trabalhar, podia cuidar da sua vida, e estava mais que provado, inclusive pelo cdf do Brasil, que era a superiora que não permitia que ele trabalhasse.
- E tu Brasil. Já terminou aquele relatório?
- Está na sua mesa Doutora.
Assim que ela estava a uma distância segura, ambos retomaram os olhares. A conversa prosseguiu, mas era sobre outro assunto. Um tema amistoso. A única coisa que os colocava ao mesmo lado. Afinal, certos valores entre os homens estão acima das inimizades.
- Gostosa hein, Brasil?
- Muito gostosa. E ela sabe disso.
- Tu já pegou? Eu queria.
- Sem chance pra nós. Isso é carne que vira-lata não come.
Terminada a trégua, Mello virou-se e foi embora, não sem antes perguntar uma coisa que deixou Brasil intrigado.
- Aquela erva lá do aeroporto? Já foi pra perícia?
Brasil mentiu, assim como mentiria para a delegada que faria a mesma pergunta dez minutos mais tarde.
- Já ta lá sim, eu mesmo levei.
Antes que ele pudesse perguntar que raios o Mello queria com a maconha da operação de que não tinha participado, o puto já tinha ido embora.
Brasil então entrou na delegacia e foi direto até sua mesa. Precisava reorganizar suas prioridades, começar de verdade as investigações. Precisa encontrar outra linha, outra forma de checar os fatos. Era um homem de ação. Essa coisa de ler não era sua praia.
Sentado em sua cadeira giratória, organizou os objetos do mesmo modo em que retomou a organização dos pensamentos: o notebook aberto sobre a mesa, Guinther, Sonja e Nathália do lado das pessoas a investigar; a pen drive na gaveta com chave- a única -, João, o padeiro, na mesma casinha dos outros; seu caderno de anotações a sua frente, ávido de algo que valha a pena ser anotado, a mulher e as gêmeas do padeiro na casinha das pessoa a conhecer; o Taurus na gaveta sem chave, Lucinha nas pessoas com quem falar urgentemente. Pronto, já podia começar. Puta-que-pariu, esqueceu da maconha. Que ela ficasse no porta-malas mais um pouco.
Pegou o telefone, discou o número do IGP que já sabia de cor, atendeu a Carmem, telefonista mais velha que o prédio. Se resolvesse cochilar em uma das gavetas, passaria perfeitamente por qualquer dos hóspedes do necrotério.
- Instituto Geral de Perícias, bom-dia.
A voz de sempre, quente e suave. Carmem era a personificação do estelionato vocal, uma propaganda enganosa ambulante. Como era possível uma voz tão sensual estar ligada a um corpo decrépito como o de Carmem. E não era a idade, Carmem sempre foi feia, a coisa só fez piorar com o tempo.
- Eu queria pedir uma pizza. Metade presunto, metade ervas-finas.
Brasil sempre misturava as especialidades da casa.
- Bom dia Brasil. Como vai? Não aparece aqui faz tempo. Em que posso ajudar?
- Bom dia Carminha. Vou bem. E como vão as coisas por aí?
- Por aqui, o de sempre.
- Carmem, eu precisava falar com a Lucinha. O celular dela não atende. Podes me passar a ligação?
Brasil mentiu, evitava ligar para o celular de Lucinha desde quando buscou Martha na casa da sogra. Sempre que precisava falar com ela tentava dar um tom oficial à conversa. Trampo é trampo, trepada é trepada.
- Ela não está Brasil. Saiu faz pouco. Parece que tinha compromisso antes do almoço. Se quiseres, eu anoto o recado.
- Obrigado Carmem. Vou tentar de novo o celular. Acho que a tarde dou uma passada por aí. Tenho uma entrega pra levar. Um beijo (argh).
- Te espero Brasil, vou cobrar o café que estás me devendo. Te cuida.
Brasil não tinha saída. Suspirou fundo, olhou para o relógio e telefonou para o celular da Lucinha. Depois de quatro toques protocolares foi atendido por uma voz rouca e forte, voz de mulher, mas sem qualquer afetação ou delicadeza. Lucinha deixou claro desde a primeira fala quem mandaria naquele telefonema.
- Deve ser coisa séria pra me ligar Brasil. Achei que nunca mais íamos nos falar. Parece até que abusei da donzela. Ou então é a Martha que te colocou definitivamente o cabresto. Foi isso?
- Bom dia para ti também.
Brasil olhou de novo para o relógio, 11 horas, ainda era bom dia.
- Não foi para me dar bom dia que tu me ligaste. Diz logo o assunto.
- Coisa de trabalho Lucinha. Coisa de trabalho. Preciso falar contigo. Que horas volta pro IGP?
- Hoje não volto mais. Vou tirar o dia de madame, estou de folga de tarde. Bem que a gente podia ...
- Bem que a gente podia conversar sobre o homicídio que estou investigando. Preciso te fazer umas perguntas.
- Porra, Brasil. Agora deu pra ficar ofendido com cantada? Mais um pouco e vira viado. Olha que eu vou espalhar por aí que tu trocou de lado. Tudo bem. Assunto de trabalho, mas vai ter que rolar ao menos um almoço, e por tua conta. E não vale no portuga. Pensa um lugar melhor e já me adianta o assunto.
- Tudo bem, podemos marcar uma e meia na Parrilla.
- Ai, ai, ai. Não conhece outra opção que não seja carne e cerveja? Homens. Tá bom. Combinado. Vou estar lá. E o assunto?
- Morto fica de pau-duro?
Lucinha deu uma sonora gargalhada antes de desligar. As últimas palavras ficaram reverberando na cabeça de Brasil. Como assim não me preocupar? Como assim eu estava menos morto do que duro? Que papo é esse?
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- A intumescência ou detumescência peniana são processos que requerem uma complexa estrutura e estão diretamente relacionados aos elementos componentes do tecido conjuntivo.
Brasil tranquilizou-se e pediu a primeira cerveja, pelo começo do discurso da Lucinha não havia a menor hipótese de a conversa evoluir para o relacionamento entre eles. Nada mais broxante que discurso acadêmico, nada mais broxante que mulher falando a palavra pênis com uma expressão de curiosidade científica. Lucinha seguia a aula. Desconfortável ver ela ali falando sobre pau-duro, fazendo gestos e desenhos com as mãos no ar que mais pareciam destinados a pré-adolescentes curiosos.
- Dos elementos do tecido conjuntivo, em especial as fibras do tecido elástico, vale-se o mecanismo de ereção, o qual envolve processos fisiológicos e hemodinâmicos e, ainda que resulte de uma resposta parassimpática, involuntária, seu encadeamento, em regra, não se coaduna com a rigidez cadavérica, em especial pela necessidade do relaxamento do músculo liso nas paredes das artérias.
- Então, pelo que entendi, morto não fica de pau-duro? Como se explica então o Dr. Edmílson apontando o bigulim pro teto? Era prótese?
- Calma Brasil, ainda não cheguei lá.
- A ereção assim como a conhecemos. Ela falou a palavra conhecemos olhando fixamente nos olhos do inspetor. Essa ereção não pode ocorrer no cadáver. Contudo, a literatura médica é farta em descrições sobre a ereção da morte. Eu conferi, Brasil, ela existe, é possível.A ereção da morte, anjo da luxúria, ou ereção terminal é citada até na wikipedia.  É uma ereção pós-mortem, tecnicamente um priapismo, observada em corpos de humanos do sexo masculino que foram executados, principalmente por enforcamento. O fenômeno tem sido atribuído a pressão sobre o cerebelo criado pelo laço da forca.
- O meu cadáver não se enforcou. Tenho certeza disso Lucinha.
Brasil já estava no terceiro copo e beliscava uma linguicinha enquanto prestava atenção à interlocutora. Não era só ele. Lucinha falava alto e gesticulava muito. O assunto havia encantado uma mesa de senhoras. Brasil espetou um naco de lingüiça no palito, a ver que ela ficou em posição ereta, mostrou sua obra para as ouvintes da mesa ao lado. Os rostos tomaram outra direção de imediato. Lucinha sorriu de canto e continuou.

- A morte por outras causas também pode resultar em tais efeitos. Fez uma pausa dramática, havia chegado ao ponto. Inclusive a morte por bala no cérebro, quando causa danos aos vasos sanguíneos principais. O priapismo pós-morte é um indicador de morte rápida e violenta.
Foi a vez de Brasil sorrir. Aproveitou para levantar o braço e pedir outra Patrícia. A partir dali, o almoço foi agradável. Era finalmente o primeiro progresso alcançado no caso do Dr. Edmílson.
Tudo foi agradável até Brasil receber o carro do manobrista. Antes de despedir-se, Lucinha de pé, ao lado da janela do motorista perguntou apenas por perguntar.
- E a maconha, Brasil? Não levou ainda pro IGP? A essa hora eles não vão mais receber hoje. Melhor fazer isso logo, Brasil. Não é bom andar por aí com o porta-malas cheio.
Puta-que-pariu. Puta-que-pariu. Era o fim da breve alegria do inspetor. 

sexta-feira, 16 de setembro de 2011

CONTO: Carta ao Zézim - Caio Fernando Abreu

Zézim,


cheguei hoje de tardezinha da praia, fiquei lá uns cinco dias, completamente só (ótimo!), e encontrei tua carta. Esses dias que tô aqui, dez, e já parece um mês, não paro de pensar em você. Tou preocupado, Zézim, e quero te falar disso. Fica quieto e ouve, ou lê, você deve estar cheio de vibrações adeliopradianas e, portanto, todo atento aos pequenos mistérios. É carta longa, vai te preparando, porque eu já me preparei por aqui com uma xícara de chá Mu, almofada sob a bunda e um maço de Galaxy, a decisão pseudo-inteligente.

Seguinte, das poucas linhas da tua carta, 12 frases terminam com ponto de interrogação. São, portanto, perguntas. Respondo a algumas. A solução, concordo, não está na temperança. Nunca esteve nem vai estar. Sempre achei que os dois tipos mais fascinantes de pessoas são as putas e os santos, e ambos são inteiramente destemperados, certo? Não há que abster-se: há que comer desse banquete. Zézim, ninguém te ensinará os caminhos. Ninguém me ensinará os caminhos. Ninguém nunca me ensinou caminho nenhum, nem a você, suspeito. Avanço às cegas. Não há caminhos a serem ensinados, nem aprendidos. Na verdade, não há caminhos. E lembrei duns versos dum poeta peruano (será Vallejo? não estou certo): “Caminante, no hay camino. Pero el camino se hace ai anda”.

Mais: já pensei, sim, se Deus pifar. E pifará, pifará porque você diz ”Deus é minha última esperança". Zézim, eu te quero tanto, não me ache insuportavelmente pretensioso dizendo essas coisas, mas ocê parece cabeça-dura demais. Zézim, não há última esperança, a não ser a morte. Quem procura não acha. É preciso estar distraído e não esperando absolutamente nada. Não há nada a ser esperado. Nem desesperado. Tudo é maya / ilusão. Ou samsara / círculo vicioso.

Certo, eu li demais zen-budismo, eu fiz ioga demais, eu tenho essa coisa de ficar mexendo com a magia, eu li demais Krishnamurti, sabia? E também Allan Watts, e D. T. Suzuki, e isso freqüentem ente parece um pouco ridículo às pessoas. Mas, dessas coisas, acho que tirei pra meu gasto pessoal pelo menos uma certa tranqüilidade.

Você me pergunta: que que eu faço? Não faça, eu digo. Não faça nada, fazendo tudo, acordando todo dia, passando café, arrumando a cama, dando uma volta na quadra, ouvindo um som, alimentando a Pobre. Você tá ansioso e isso é muito pouco religioso. Pasme: acho que você é muito pouco religioso. Mesmo. Você deixou de queimar fumo e foi procurar Deus. Que é isso? Tá substituindo a maconha por Jesusinho? Zézim, vou te falar um lugar-comum desprezível, agora, lá vai: você não vai encontrar caminho nenhum fora de você. E você sabe disso. O caminho é in, não off. Você não vai encontrá-lo em Deus nem na maconha, nem mudando para Nova York, nem.

Você quer escrever. Certo, mas você quer escrever? Ou todo mundo te cobra e você acha que tem que escrever? Sei que não é simplório assim, e tem mil coisas outras envolvidas nisso. Mas de repente você pode estar confuso porque fica todo mundo te cobrando, como é que é, e a sua obra? Cadê o romance, quedê a novela, quedê a peça teatral? DANEM-SE, demônios. Zézim, você só tem que escrever se isso vier de dentro pra fora, caso contrário não vai prestar, eu tenho certeza, você poderá enganar a alguns, mas não enganaria a si e, portanto, não preencheria esse oco. Não tem demônio nenhum se interpondo entre você e a máquina. O que tem é uma questão de honestidade básica. Essa perguntinha: você quer mesmo escrever? Isolando as cobranças, você continua querendo? Então vai, remexe fundo, como diz um poeta gaúcho, Gabriel de Britto Velho, "apaga o cigarro no peito / diz pra ti o que não gostas de ouvir / diz tudo". Isso é escrever. Tira sangue com as unhas. E não importa a forma, não importa a "função social", nem nada, não importa que, a princípio, seja apenas uma espécie de auto-exorcismo. Mas tem que sangrar a-bun-dan-te-men-te. Você não está com medo dessa entrega? Porque dói, dói, dói. É de uma solidão assustadora. A única recompensa é aquilo que Laing diz que é a única coisa que pode nos salvar da loucura, do suicídio, da auto-anulação: um sentimento de glória interior. Essa expressão é fundamental na minha vida.

Eu conheci razoavelmente bem Clarice Lispector. Ela era infelicíssima, Zézim. A primeira vez que conversamos eu chorei depois a noite inteira, porque ela inteirinha me doía, porque parecia se doer também, de tanta compreensão sangrada de tudo. Te falo nela porque Clarice, pra mim, é o que mais conheço de GRANDIOSO, literariamente falando. E morreu sozinha, sacaneada, desamada, incompreendida, com fama de "meio doida”. Porque se entregou completamente ao seu trabalho de criar. Mergulhou na sua própria trip e foi inventando caminhos, na maior solidão. Como Joyce. Como Kafka, louco e só lá em Praga. Como Van Gogh. Como Artaud. Ou Rimbaud.

É esse tipo de criador que você quer ser? Então entregue-se e pague o preço do pato. Que, freqüentemente, é muito caro. Ou você quer fazer uma coisa bem-feitinha pra ser lançada com salgadinhos e uísque suspeito numa tarde amena na CultUra, com todo mundo conhecido fazendo a maior festa? Eu acho que não. Eu conheci / conheço muita gente assim. E não dou um tostão por eles todos. A você eu amo. Raramente me engano.

Zézim, remexa na memória, na infância, nos sonhos, nas tesões, nos fracassos, nas mágoas, nos delírios mais alucinados, nas esperanças mais descabidas, na fantasia mais desgalopada, nas vontades mais homicidas, no mais aparentemente inconfessável, nas culpas mais terríveis, nos lirismos mais idiotas, na confusão mais generalizada, no fundo do poço sem fundo do inconsciente: é lá que está o seu texto. Sobretudo, não se angustie procurando-o: ele vem até você, quando você e ele estiverem prontos. Cada um tem seus processos, você precisa entender os seus. De repente, isso que parece ser uma dificuldade enorme pode estar sendo simplesmente o processo de gestação do sub ou do inconsciente.

E ler, ler é alimento de quem escreve. Várias vezes você me disse que não conseguia mais ler. Que não gostava mais de ler. Se não gostar de ler, como vai gostar de escrever? Ou escreva então para destruir o texto, mas alimente-se. Fartamente. Depois vomite. Pra mim, e isso pode ser muito pessoal, escrever é enfiar um dedo na garganta. Depois, claro, você peneira essa gosma, amolda-a, transforma. Pode sair até uma flor. Mas o momento decisivo é o dedo na garganta. E eu acho — e posso estar enganado — que é isso que você não tá conseguindo fazer. Como é que é? Vai ficar com essa náusea seca a vida toda? E não fique esperando que alguém faça isso por você. Ocê sabe, na hora do porre brabo, não há nenhum dedo alheio disposto a entrar na garganta da gente.

Ou então vá fazer análise. Falo sério. Ou natação. Ou dança moderna. Ou macrobiótica radical. Qualquer coisa que te cuide da cabeça ou/ e do corpo e, ao mesmo tempo, te distraia dessa obsessão. Até que ela se resolva, no braço ou por si mesma, não importa. Só não quero te ver assim engasgado, meu amigo querido.

Pausa.

Quanto a mim, te falava desses dias na praia. Pois olha, acordava às seis, sete da manhã, ia pra praia, corria uns quatro quilômetros, fazia exercícios, lá pelas dez voltava, ia cozinhar meu arroz. Comia, descansava um pouco, depois sentava e escrevia. Ficava exausto. Fiquei exausto. Passei os dias falando sozinho, mergulhado num texto, consegui arrancá-lo. Era um farrapo que tinha me nascido em setembro, em Sampa. Aí nasceu, sem que eu planejasse. Estava pronto na minha cabeça. Chama-se Morangos mofados, vai levar uma epígrafe de Lennon & McCartney, tô aqui com a letra de Strawberry fields forever pra traduzir. Zézim, eu acho que tá tão bom. Fiquei completamente cego enquanto escrevia, a personagem (um publicitário, ex-hippie, que cisma que tem câncer na alma, ou uma lesão no cérebro provocada por excessos de drogas, em velhos carnavais, e o sintoma — real — é um persistente gosto de morangos mofados na boca) tomou o freio nos dentes e se recusou a morrer ou a enlouquecer no fim. Tem um fim lindo, positivo, alegre. Eu fiquei besta. O fim se meteu no texto e não admitiu que eu interferisse. Tão estranho. Às vezes penso que, quando escrevo, sou apenas um canal transmissor, digamos assim, entre duas coisas totalmente alheias a mim, não sei se você entende. Um canal transmissor com um certo poder, ou capacidade, seletivo, sei lá. Hoje pela manhã não fui à praia e dei o conto por concluído, já acho que na quarta versão. Mas vou deixá-lo dormir pelo menos um mês, aí releio — porque sempre posso estar enganado, e os meus olhos de agora serem incapazes de verem certas coisas.

Aí tomei notas, muitas notas, pra outras coisas. A cabeça ferve. Que bom, Zézim, que bom, a coisa não morreu, e é só isso que eu quero, vou pedir demissão de todos os empregos pela vida afora quando sentir que isso, a literatura, que é só o que tenho, estiver sendo ameaçada como estava, na Nova.

E li. Descobri que ADORO DALTON TREVISAN. Menino, fiquei dando gritos enquanto lia A faca no coração, tem uns contos incríveis, e tão absolutamente lapidados, reduzidos ao essencial cintilante, sobretudo um, chamado "Mulher em chamas". Li quase todo o Ivan Ângelo, também gosto muito, principalmente de O verdadeiro filho da puta, mas aí o conto-título começou a me dar sono e parei. Mas ele tem um texto, ah se tem. E como. Mas o melhor que li nesses dias não foi ficção. Foi um pequeno artigo de Nirlando Beirão na última IstoÉ (do dia 19 de dezembro, please, leia), chamado "O recomeço do sonho". Li várias vezes. Na primeira, chorei de pura emoção - porque ele reabilita todas as vivências que eu tive nesta década. Claro que ele fala de uma geração inteira, mas daí saquei, meu Deus, como sou típico, como sou estereótipo da minha geração. Termina com uma alegria total: reinstaurando o sonho. É lindo demais. É atrevido demais. É novo, sadio. Deu uma luz na minha cabeça, sabe quando a coisa te ilumina? Assim como se ele formulasse o que eu, confusamente, estava apenas tateando. Leia, me diga
o que acha. Eu não me segurei e escrevi uma carta a ele dizendo isso. Não sou amigo dele, só conhecido, mas acho que a gente deve dizer.

Escrevendo, eu falo pra caralho, não é?

Aqui em casa tá bom. É sempre um grande astral, não adianta eu criticar. O astral ótimo deles independe da opinião que eu possa ter a respeito, não é fantástico? A casa tá meio em obras, Nair mandou construir uma espécie de jardim de inverno nos fundos, vai ligar com a sala. Hoje estava pUta porque o Felipe não vai mais fazer vestibular: foi reprovado novamente no 3º colegial. Minha irmã Cláudia ganhou uma Caloi 10 de Natal do noivo (Jorge, lembra?), e eu me apossei dela e hoje mesmo dei voltas incríveis pelo Menino Deus?. Márcia tá bonita, mais adultinha, assim com um ar meio da Mila. Zaél cozinhando, hoje faz arroz com passas para o jantar.

Povos outros, nem vi. Soube que A comunidade está em cartaz ainda e tenho granas pra receber. Amanhã acho que vou lá.

Tô tão só, Zézim. Tão eu-eu-comigo, porque o meu eu com a família é meio de raspão. Tá bom assim, não tenho mais medo nenhum de nenhuma emoção ou fantasia minha, sabe como? Os dias de solidão total na praia foram principalmente sadios.

Ocê viu a Nova? Tá lá o seu Chico, tartamudeante, e uma foto muito engraçada de toda a redação — eu com cara de "não me comprometam, não tenho nada a ver com isso". Dê uma olhada. Falar nisso, Juan passou por aqui, eu tava na praia, falou com Nair por telefone, estava descendo de um ônibus e subindo noUtro. Deixou dito que volta dia três de janeiro ou fevereiro, Nair não lembra, pra ficar uns dias. Ficará? E nada acontecerá. Uma vez me disseram que eu jamais amaria dum jeito que "desse certo", caso contrário deixaria de escrever. Pode ser. Pequenas magias. Quando terminei Morangos mofados, escrevi embaixo, sem querer, "criação é coisa sagrada”. É mais ou menos o que diz o Chico no fim daquela matéria. É misterioso, sagrado, maravilhoso

Zézim, me dê notícias, muitas, e rápido. Eu não pensei que ia sentir tanta falta docê. Não sei quanto tempo ainda fico, mas vou ficando. Quero escrever mais, voltar à praia, fazer os documentos todos. Até pensei: mais adiante, quando já estivesse chegando a hora de eu voltar, você não queria vir? A gente faria o mesmo esquema de novo, voltaríamos juntos. A família te ama perdidamente, hoje pintaram até uns salseirinhos rápidos porque todo mundo queria ler a matéria do Chico ao mesmo tempo.
Let me take you down
cause I’m going to strawberry fields
nothing is real, and nothing to get hung about
strawberry fields forever
strawberry fields forever
strawberry fields forever


Isso é o que te desejo na nova década. Zézim, vamos lá. Sem últimas esperanças. Temos esperanças novinhas em folha, todos os dias. E nenhuma, fora de viver cada vez mais plenamente, mais confortáveis dentro do que a gente, sem culpa, é. Let me take you: I’m going to strawberry fields.

Me conta da Adélia.

E te cuida, por favor, te cuida bem. Qualquer poço mais escuro, disque 0512-33-41-97. Eu posso pelo menos ouvir. Não leve a mal alguma dureza dita. É porque te quero claro. Citando Arantes, pra terminar: "Eu quero te ver com saúde I sempre de bom humor I e de boa vontade".

Um beijo do

Caio
PS — Abraço pro Nello. Pra Ana Matos, e Nino também.

sexta-feira, 9 de setembro de 2011

CONTO: OLHOS DE CÃO AZUL - Gabriel Garcia Marquez

Então olhou para mim. Pensava que olhava para mim pela primeira vez. Mas então, quando se virou por trás do abajur, e eu continuava sentindo sobre o ombro, nas minhas costas, seu escorregadio e oleoso olhar, compreendi que era eu quem a olhava pela primeira vez. Acendi um cigarro. Traguei a fumaça áspera e forte, antes de fazer girar a cadeira, equilibrando-a sobre uma das pernas posteriores. Depois disso a vi ali, como havia estado todas as noites, de pé junto ao abajur, me olhando. Durante breves minutos não fizemos nada mais que isto: olhar-nos. Eu, olhando-a da cadeira, equilibrando-me numa das pernas traseiras. Ela, em pé, me olhando, com uma das mãos, comprida e quieta, sobre o abajur. Via as pálpebras iluminadas como todas as noites. Foi então que lembrei o de sempre, quando lhe disse: "Olhos de cão azul". Ela me disse, sem tirar a mão do abajur: "Isso. Já não o esqueceremos nunca". Saiu da órbita suspirando: "Olhos de cão azul. Escrevi isso por todas as partes”.

Vi-a caminhar em direção à cômoda. Vi-a aparecer na lua circular do espelho, olhando-me agora no final duma ida e volta de luz matemática. Vi-a continuar me olhando com seus grandes olhos de cinza acesa: olhando-me enquanto abria uma caixinha revestida de nácar rosado. Vi-a passar pó-de-arroz no nariz. Quando acabou de fazer isso, fechou a caixinha e voltou a ficar em pé e andou novamente em direção ao abajur, dizendo: "Temo que alguém sonhe com este quarto e mexa nas minhas coisas"; e estendeu sobre a chama a mão comprida e trêmula, a mesma que estivera esquentando antes de sentar-se em frente ao espelho. E me disse: "Você não sente o frio". E eu lhe disse: "Às vezes". E ela me disse: "Você deve senti-lo agora". E então compreendi por que não tinha podido ficar sozinho na cadeira. Era o frio o que me dava certeza da minha solidão. "Agora o sinto", disse. "E é raro, porque a noite está quieta. Talvez o lençol tenha rodado". Ela não respondeu. Começou a se mexer em direção ao espelho e voltei a girar sobre a cadeira para ficar de costas para ela. Embora sem vê-Ia, sabia o que estava fazendo. Sabia que estava outra vez sentada diante do espelho, vendo minhas costas, que haviam tido tempo para chegar até o fundo do espelho, e serem encontradas pelo seu olhar, que também havia tido o tempo justo para chegar até o fundo e regressar antes que a mão tivesse tempo de iniciar a segunda virada — até os lábios que estavam agora pintados de carmim, da primeira virada da mão em frente ao espelho. Eu via, à minha frente, a parede lisa, que era como outro espelho cego, onde eu não a via sentada às minhas costas, mas imaginando onde estaria, se no lugar da parede tivesse sido colocado um espelho. "Estou vendo você", disse-lhe. E vi, na parede, como se ela tivesse levantado os olhos e me visto de costas na cadeira, ao fundo do espelho, com o rosto voltado para a parede. Depois vi-a abaixar as pálpebras, outra vez, e ficar com os olhos quietos no seu sutiã, sem falar. E voltei a lhe dizer: "Estou vendo você." E ela voltou a levantar os olhos do sutiã. "É impossível", disse. Eu perguntei por quê. E ela, com os olhos outra vez quietos no sutiã: "Porque você tem o rosto voltado para a parede". Então eu fiz girar a cadeira. Tinha o cigarro apertado na boca. Quando fiquei de frente para o espelho, ela estava outra vez junto do abajur. Agora tinha as mãos abertas sobre a chama, como duas asas abertas de galinha, sendo assada, e com o rosto sombreado pelos próprios dedos. "Acho que vou me resfriar", disse. "Esta deve ser uma cidade gelada”. Voltou o rosto de perfil e sua pele de cobre vermelho se tornou repentinamente triste. "Faça alguma coisa contra isso", disse. E ela começou a tirar a roupa, peça por peça, começando por cima; pelo sutiã. Disse-lhe: "Vou me virar para a parede". Ela disse: "Não. De todas as maneiras você vai me ver, como me viu quando estava de costas". Mal tinha acabado de dizer isso e já estava despida quase por completo, com a chama lambendo-lhe a comprida pele de cobre. "Sempre tinha querido ver você assim, com o couro da barriga cheio de buracos fundos, como se houvessem feito você a pauladas". E antes que eu me desse conta de que minhas palavras se tinham tornado torpes diante da sua nudez, ela ficou imóvel, esquentando-se na órbita do abajur, e disse: "Às vezes creio que sou metálica". Manteve o silêncio por um instante. A posição das mãos sobre a chama mudou levemente. Eu disse: "Às vezes, em outros sonhos, pensei que você é apenas uma estatueta de bronze num canto de algum museu. Talvez por isso sinta frio". E ela disse: "Às vezes, quando durmo sobre o coração, sinto que o corpo fica como um ovo, e a pele como uma lâmina. Então, quando o sangue me bate por dentro, é como se alguém me estivesse chamando com os nós dos dedos na barriga, e sinto meu próprio som de cobre na cama. É como se fosse assim como você diz: de metal laminado". Aproximou-se mais do abajur. "Teria gostado de ouvir você", disse. E ela disse: "Se alguma vez nos encontrarmos ponha o ouvido nas minhas costelas, quando eu dormir sobre o lado esquerdo, e me ouvirá ressonar. Sempre desejei que você alguma vez fizesse isso”. Ouvi-a respirar fundo enquanto falava. E disse que durante anos não tinha feito nada diferente disso. Sua vida estava dedicada a me encontrar na realidade, por meio dessa frase identificadora. "Olhos de cão azul." E na rua ia dizendo em voz alta, que era uma maneira de dizer à única pessoa que teria podido compreendê-la:

"Eu sou a que chega em seus sonhos todas as noites e lhe diz isto: olhos de cão azul". E ela disse que ia aos restaurantes e dizia para os garçons, antes de fazer o pedido: "Olhos de cão azul". Mas os garçons lhe faziam uma respeitosa reverência, sem que houvessem lembrado nunca ter dito isso nos seus sonhos. Depois escrevia nos guardanapos e riscava com a faca o verniz das mesas: "Olhos de cão azul". E nos cristais embaçados dos hotéis, das estações, de todos os edifícios públicos, escrevia com o indicador: "Olhos de cão azul". Disse que uma vez chegou a uma drogaria e percebeu o mesmo cheiro que tinha sentido no seu quarto uma noite, depois de ter sonhado comigo: "Deve estar perto", pensou, vendo a cerâmica limpa e nova da drogaria. Então se aproximou do vendedor e lhe disse: "Sempre sonho com um homem que me disse: "Olhos de cão azul". E disse que o vendedor a havia olhado nos olhos e dito: "Na verdade, moça, a senhora tem os olhos assim". E ela disse: "Preciso encontrar o homem que me diz isso nos sonhos". E o vendedor começou a rir e foi para o outro lado do balcão. Ela permaneceu olhando o ladrilho limpo do chão e sentindo o cheiro. E abriu a bolsa e se ajoelhou e escreveu com o batom sobre o ladrilho, com grandes letras vermelhas: "Olhos de cão azul". O vendedor regressou de onde se encontrava. Disse-lhe: "Moça, a senhora sujou o ladrilho". Deu-­lhe um pano úmido, dizendo: "Limpe-o". E ela disse, ainda junto ao abajur, que passou a tarde toda agachada, lavando o ladrilho e dizendo: "Olhos de cão azul", até que as pessoas se aglomeraram na porta e disseram que estava louca.

Agora, quando acabou de falar, eu continuava no canto, sentado, equilibrando-me na cadeira. "Tento me lembrar todos os dias da frase com que preciso encontrar você", disse. "Agora creio que amanhã não a esquecerei. Mas sempre esqueço ao acordar quais são as palavras com que posso encontrar você". E ela disse: "Você mesmo as inventou desde o primeiro dia". E eu lhe disse: "Inventei-as porque vi seus olhos cor de cinza. Mas nunca me lembro delas na manhã seguinte." E ela, com os punhos fechados junto ao abajur, respirou fundo: "Se pelo menos pudesse recordar agora em que cidade estive escrevendo isso".

Seus dentes apertados resplandeceram sobre a chama. "Eu gostaria de tocar em você agora", disse. Ela levantou o rosto que estivera olhando a luz: levantou o olhar ardente, assando-se também do mesmo jeito que ela, do mesmo jeito que suas mãos: e eu senti que me viu, no canto, onde continuava sentado, me balançando na cadeira. "Você nunca me tinha dito isso", disse. "Agora digo, e é verdade", disse. Do outro lado do abajur ela me pediu um cigarro. O toco tinha desaparecido dos meus dedos. Esquecera que estava fumando. Disse: "Não sei por quê, não posso lembrar onde o escrevi". E eu lhe disse: "Pela mesma razão pela qual eu não poderei lembrar as palavras amanhã". E ela disse, triste: "Não. É que às vezes creio que também sonhei isso". Fiquei em pé e andei até o abajur. Ela estava um pouco mais para lá, e eu continuava andando, com os cigarros e os fósforos na mão, e não passaria o abajur. Aproximei dela o cigarro. Ela o apertou entre os lábios e se inclinou para atingir a chama, antes que eu tivesse tempo de acender o fósforo. "Em alguma cidade do mundo, em todas as paredes, têm que estar escritas estas palavras: 'Olhos de cão azul", disse. "Se amanhã me lembrasse delas iria buscar você". Ela levantou outra vez a cabeça e já tinha a brasa acesa nos lábios."Olhos de cão azul", suspirou, recordando, com o cigarro jogado sobre o queixo e um olho semifechado. Aspirou a fumaça, com o cigarro entre os dedos, e exclamou: "Já isto é outra coisa. Estou me sentindo mais quente". E disse-o com a voz um pouco morna e fugidia, como se não o tivesse dito realmente, mas como se houvesse aproximado o papel à chama enquanto eu lia: "Estou entrando — e ela tivesse continuado com o papelzinho entre o polegar e o indicador, virando-o, enquanto ia se consumindo e eu acabava de ler — ­... mais quente", antes que o papelzinho se consumisse por completo e caísse ao chão amassado, diminuído, convertido num leve pó de cinza. "Assim, é melhor", disse. "Às vezes me dá medo ver você assim. Tremendo junto ao abajur".

Há vários anos nos víamos. Às vezes, quando já estávamos juntos, alguém deixava cair lá fora uma colherinha e acordávamos. Pouco a pouco íamos compreendendo que nossa amizade estava subordinada às coisas, aos acontecimentos mais simples. Nossos encontros terminavam sempre assim, com o cair de uma colherzinha na madrugada.

Agora, junto ao abajur, estava me olhando. Eu lembrava que antes também me havia olhado assim, desde aquele remoto sonho em que fiz a cadeira girar sobre as pernas traseiras e fiquei diante de uma desconhecida de olhos cinzentos. Foi nesse sonho que perguntei a ela pela primeira vez:"Quem é a senhora?" E ela me disse: "Não lembro". Eu lhe disse: "Mas acredito que nos vimos antes". E ela disse, indiferente: "Creio que alguma vez sonhei com o senhor, com este mesmo quarto". E eu lhe disse: "É isso. Já começo a lembrar". E ela disse: "Que curioso. É verdade que temos nos encontrado em outros sonhos".

Deu duas chupadas no cigarro. Eu estava ainda em pé em frente ao abajur, quando fiquei olhando para ela de repente. Olhei-a de cima a baixo e ainda era de cobre; mas já não de metal duro e frio, senão de cobre amarelo, macio, maleável. "Gostaria de tocar em você", voltei a dizer. E ela disse: "Você jogaria tudo por água abaixo", voltou a dizer, antes que eu pudesse tocá-la. "Talvez, se você se virar por trás do abajur, acordaríamos sobressaltados quem sabe em que parte do mundo". Mas eu insisti: "Não importa". E ela disse:"Se virássemos o travesseiro, voltaríamos a nos encontrar. Mas você, quando acordar, terá esquecido tudo". Comecei a me mexer em direção ao canto. Ela ficou por trás, esquentando as mãos sobre a chama. E eu ainda não estava junto da cadeira quando a ouvi falar às minhas costas: "Quando acordo à meia-noite, fico revirando-me na cama, com os fios do travesseiro ardendo no joelho e repetindo até o amanhecer: 'Olhos de cão azul'".

Então fiquei com o rosto na parede. "Já está amanhecendo", disse sem olhar para ela. "Quando deram duas da manhã, estava acordado, já fazia bastante tempo." Dirigi-me até a porta. Quando tinha pegado a maçaneta, ouvi outra vez sua voz igual, invariável: "Não abra essa porta", disse. "O corredor está cheio de sonhos difíceis". E eu lhe disse: "Como você sabe disso?" E ela me disse: "Porque há pouco estive ali e tive que voltar quando descobri que estava dormindo sobre o coração". Eu mantinha a porta entreaberta. Movi um pouco o batente, e um ar frio e tênue me trouxe um cheiro fresco de terra vegetal, de campo úmido. Ela falou outra vez, virei-me, mexendo ainda o batente montado em gonzos silenciosos, e lhe disse: "Creio que não há nenhum corredor aqui fora. Sinto o cheiro do campo". E ela,já um pouco longe, me disse: "Conheço isso mais do que você. O que acontece é que lá fora há uma mulher sonhando com o campo". Cruzou os braços sobre a chama. Continuou falando: "É essa mulher que sempre desejou ter uma casa no campo e nunca pôde sair da cidade". Eu lembrava ter visto a mulher num outro sonho anterior, mas sabia, já com a porta entreaberta, que dentro de meia hora tinha que descer para o café da manhã. E lhe disse: "De todas maneiras, tenho que sair daqui para acordar".

Lá fora o vento bateu um instante, ficou quieto depois, e ouviu-se a respiração de alguém adormecido que acabava de virar-se na cama. O vento do campo suspendeu-se. Já não houve mais odores. "Amanhã vou reconhecer você por isso", disse. "Vou reconhecê-la quando vir na rua uma mulher que escreva nas paredes: 'Olhos de cão azul'". E ela, com um sorriso triste — que já era um sorriso de entrega ao impossível, ao inatingível —, disse: "Não obstante, você não lembrará nada durante o dia". E voltou a pôr as mãos sobre o abajur, com a expressão obscurecida por uma névoa amarga: "Você é o único homem que, ao acordar, não se lembra nada do que sonhou".

terça-feira, 6 de setembro de 2011

É SÓ IMAGEM! POR M@TIELLO


QUERÊNCIA - Miguel Matiello


CONTO: PAI CONTRA MÃE - Machado de Assis

A escravidão levou consigo ofícios e aparelhos, como terá sucedido a outras instituições sociais. Não cito alguns aparelhos senão por se ligarem a certo ofício. Um deles era o ferro ao pescoço, outro o ferro ao pé; havia também a máscara de folha-de-flandres. A máscara fazia perder o vício da embriaguez aos escravos, por lhes tapar a boca. Tinha só três buracos, dois para ver, um para respirar, e era fechada atrás da cabeça por um cadeado. Com o vício de beber, perdiam a tentação de furtar, porque geralmente era dos vinténs do senhor que eles tiravam com que matar a sede, e aí ficavam dois pecados extintos, e a sobriedade e a honestidade certas. Era grotesca tal máscara, mas a ordem social e humana nem sempre se alcança sem o grotesco, e alguma vez o cruel. Os funileiros as tinham penduradas, à venda, na porta das lojas. Mas não cuidemos de máscaras.

O ferro ao pescoço era aplicado aos escravos fujões. Imaginai uma coleira grossa, com a haste grossa também à direita ou à esquerda, até ao alto da cabeça e fechada atrás com chave. Pesava, naturalmente, mas era menos castigo que sinal. Escravo que fugia assim, onde quer que andasse, mostrava um reincidente, e com pouco era pegado.

Há meio século, os escravos fugiam com freqüência. Eram muitos, e nem todos gostavam da escravidão. Sucedia ocasionalmente apanharem pancada, e nem todos gostavam de apanhar pancada. Grande parte era apenas repreendida; havia alguém de casa que servia de padrinho, e o mesmo dono não era mau; além disso, o sentimento da propriedade moderava a ação, porque dinheiro também dói. A fuga repetia-se, entretanto. Casos houve, ainda que raros, em que o escravo de contrabando, apenas comprado no Valongo, deitava a correr, sem conhecer as ruas da cidade. Dos que seguiam para casa, não raro, apenas ladinos, pediam ao senhor que lhes marcasse aluguel, e iam ganhá-lo fora, quitandando.

Quem perdia um escravo por fuga dava algum dinheiro a quem lho levasse. Punha anúncios nas folhas públicas, com os sinais do fugido, o nome, a roupa, o defeito físico, se o tinha, o bairro por onde andava e a quantia de gratificação. Quando não vinha a quantia, vinha promessa: “gratificar-se-á generosamente”, — ou “receberá uma boa gratificação”. Muita vez o anúncio trazia em cima ou ao lado uma vinheta, figura de preto, descalço, correndo, vara ao ombro, e na ponta uma trouxa. Protestava-se com todo o rigor da lei contra quem o acoitasse.

Ora, pegar escravos fugidios era um ofício do tempo. Não seria nobre, mas por
ser instrumento da força com que se mantêm a lei e a propriedade, trazia esta
outra nobreza implícita das ações reivindicadoras. Ninguém se metia em tal ofício por desfastio ou estudo; a pobreza, a necessidade de uma achega, a inaptidão para outros trabalhos, o acaso, e alguma vez o gosto de servir também, ainda que por outra via, davam o impulso ao homem que se sentia bastante rijo para pôr ordem à desordem.

Cândido Neves, — em família, Candinho, — é a pessoa a quem se liga a história de uma fuga, cedeu à pobreza, quando adquiriu o ofício de pegar escravos fugidos. Tinha um defeito grave esse homem, não agüentava emprego nem ofício, carecia de estabilidade; é o que ele chamava caiporismo. Começou por querer aprender tipografia, mas viu cedo que era preciso algum tempo para compor bem, e ainda assim talvez não ganhasse o bastante; foi o que ele disse a si mesmo. O comércio chamou-lhe a atenção, era carreira boa. Com algum esforço entrou de caixeiro para um armarinho. A obrigação, porém, de atender e servir a todos feria-o na corda do orgulho, e ao cabo de cinco ou seis semanas estava na rua por sua vontade. Fiel de cartório, contínuo de uma repartição anexa ao Ministério do Império, carteiro e outros empregos foram deixados pouco depois de obtidos.

Quando veio a paixão da moça Clara, não tinha ele mais que dívidas, ainda que poucas, porque morava com um primo, entalhador de ofício. Depois de várias tentativas para obter emprego, resolveu adotar o ofício do primo, de que aliás já tomara algumas lições. Não lhe custou apanhar outras, mas, querendo aprender depressa, aprendeu mal. Não fazia obras finas nem complicadas, apenas garras para sofás e relevos comuns para cadeiras. Queria ter em que trabalhar quando casasse, e o casamento não se demorou muito.

Contava trinta anos. Clara vinte e dois. Ela era órfã, morava com uma tia, Mônica, e cosia com ela. Não cosia tanto que não namorasse o seu pouco, mas os namorados apenas queriam matar o tempo; não tinham outro empenho. Passavam às tardes, olhavam muito para ela, ela para eles, até que a noite a fazia recolher para a costura. O que ela notava é que nenhum deles lhe deixava saudades nem lhe acendia desejos. Talvez nem soubesse o nome de muitos. Queria casar, naturalmente. Era, como lhe dizia a tia, um pescar de caniço, a ver se o peixe pegava, mas o peixe passava de longe; algum que parasse, era só para andar à roda da isca, mirá-la, cheirá-la, deixá-la e ir a outras.

O amor traz sobrescritos. Quando a moça viu Cândido Neves, sentiu que era este o possível marido, o marido verdadeiro e único. O encontro deu-se em um
baile; tal foi — para lembrar o primeiro ofício do namorado, — tal foi a página inicial daquele livro, que tinha de sair mal composto e pior brochado. O casamento fez-se onze meses depois, e foi a mais bela festa das relações dos
noivos. Amigas de Clara, menos por amizade que por inveja, tentaram arredá-la do passo que ia dar. Não negavam a gentileza do noivo, nem o amor que lhe tinha, nem ainda algumas virtudes; diziam que era dado em demasia a patuscadas.

— Pois ainda bem, replicava a noiva; ao menos, não caso com defunto.
— Não, defunto não; mas é que...
Não diziam o que era. Tia Mônica, depois do casamento, na casa pobre onde eles se foram abrigar, falou-lhes uma vez nos filhos possíveis. Eles queriam um, um só, embora viesse agravar a necessidade.
— Vocês, se tiverem um filho, morrem de fome, disse a tia à sobrinha.
— Nossa Senhora nos dará de comer, acudiu Clara.
Tia Mônica devia ter-lhes feito a advertência, ou ameaça, quando ele lhe foi pedir a mão da moça; mas também ela era amiga de patuscadas, e o casamento seria uma festa, como foi.

A alegria era comum aos três. O casal ria a propósito de tudo. Os mesmos nomes eram objeto de trocados, Clara, Neves, Cândido; não davam que comer, mas davam que rir, e o riso digeria-se sem esforço. Ela cosia agora mais, ele saía a empreitadas de uma coisa e outra; não tinha emprego certo.

Nem por isso abriam mão do filho. O filho é que, não sabendo daquele desejo específico, deixava-se estar escondido na eternidade. Um dia, porém, deu sinal de si a criança; varão ou fêmea, era o fruto abençoado que viria trazer ao casal a suspirada ventura. Tia Mônica ficou desorientada, Cândido e Clara riram dos seus sustos.

— Deus nos há de ajudar, titia, insistia a futura mãe.
A notícia correu de vizinha a vizinha. Não houve mais que espreitar a aurora do dia grande. A esposa trabalhava agora com mais vontade, e assim era preciso, uma vez que, além das costuras pagas, tinha de ir fazendo com retalhos o enxoval da criança. À força de pensar nela, vivia já com ela, media-lhe fraldas, cosia-lhe camisas. A porção era escassa, os intervalos longos. Tia Mônica ajudava, é certo, ainda que de má vontade.

— Vocês verão a triste vida, suspirava ela.
— Mas as outras crianças não nascem também? perguntou Clara.
— Nascem, e acham sempre alguma coisa certa que comer, ainda que pouco...
— Certa como?
— Certa, um emprego, um ofício, uma ocupação, mas em que é que o pai dessa infeliz criatura que aí vem gasta o tempo?
Cândido Neves, logo que soube daquela advertência, foi ter com a tia, não spero, mas muito menos manso que de costume, e lhe perguntou se já algum dia deixara de comer.

— A senhora ainda não jejuou senão pela semana santa, e isso mesmo quando não quer jantar comigo. Nunca deixamos de ter o nosso bacalhau...
— Bem sei, mas somos três.
— Seremos quatro.
— Não é a mesma coisa.
— Que quer então que eu faça, além do que faço?
— Alguma coisa mais certa. Veja o marceneiro da esquina, o homem do armarinho, o tipógrafo que casou sábado, todos têm um emprego certo... Não fique zangado; não digo que você seja vadio, mas a ocupação que escolheu é vaga. Você passa semanas sem vintém.
— Sim, mas lá vem uma noite que compensa tudo, até de sobra. Deus não me
abandona, e preto fugido sabe que comigo não brinca; quase nenhum resiste,
muitos entregam-se logo.

Tinha glória nisto, falava da esperança como de capital seguro. Daí a pouco ria, e fazia rir à tia, que era naturalmente alegre, e previa uma patuscada no batizado.

Cândido Neves perdera já o ofício de entalhador, como abrira mão de outros muitos, melhores ou piores. Pegar escravos fugidos trouxe-lhe um encanto novo. Não obrigava a estar longas horas sentado. Só exigia força, olho vivo, paciência, coragem e um pedaço de corda. Cândido Neves lia os anúncios, copiava-os, metia-os no bolso e saía às pesquisas. Tinha boa memória. Fixados os sinais e os costumes de um escravo fugido, gastava pouco tempo em achá-lo, segurá-lo, amarrá-lo e levá-lo. A força era muita, a agilidade também. Mais de uma vez, a uma esquina, conversando de coisas remotas, via passar um escravo como os outros, e descobria logo que ia fugido, quem era, o nome, o dono, a casa deste e a gratificação; interrompia a conversa e ia atrás do vicioso. Não o apanhava logo, espreitava lugar azado, e de um salto tinha a gratificação nas mãos. Nem sempre saía sem sangue, as unhas e os dentes do outro trabalhavam, mas geralmente ele os vencia sem o menor arranhão.

Um dia os lucros entraram a escassear. Os escravos fugidos não vinham já, como dantes, meter-se nas mãos de Cândido Neves. Havia mãos novas e hábeis. Como o negócio crescesse, mais de um desempregado pegou em si e numa corda, foi aos jornais, copiou anúncios e deitou-se à caçada. No próprio bairro havia mais de um competidor. Quer dizer que as dívidas de Cândido Neves começaram de subir, sem aqueles pagamentos prontos ou quase prontos dos primeiros tempos. A vida fez-se difícil e dura. Comia-se fiado e mal; comia-se tarde. O senhorio mandava pelo aluguéis.

Clara não tinha sequer tempo de remendar a roupa ao marido, tanta era a necessidade de coser para fora. Tia Mônica ajudava a sobrinha, naturalmente. Quando ele chegava à tarde, via-se-lhe pela cara que não trazia vintém. Jantava e saía outra vez, à cata de algum fugido. Já lhe sucedia, ainda que raro, enganar-se de pessoa, e pegar em escravo fiel que ia a serviço de seu senhor; tal era a cegueira da necessidade. Certa vez capturou um preto livre; desfez-se em desculpas, mas recebeu grande soma de murros que lhe deram os parentes do homem.

— É o que lhe faltava! exclamou a tia Mônica, ao vê-lo entrar, e depois de ouvir narrar o equívoco e suas conseqüências. Deixe-se disso, Candinho; procure outra vida, outro emprego. Cândido quisera efetivamente fazer outra coisa, não pela razão do conselho, mas por simples gosto de trocar de ofício; seria um modo de mudar de pele ou de pessoa. O pior é que não achava à mão negócio que aprendesse depressa.

A natureza ia andando, o feto crescia, até fazer-se pesado à mãe, antes de nascer. Chegou o oitavo mês, mês de angústias e necessidades, menos ainda que o nono, cuja narração dispenso também. Melhor é dizer somente os seus efeitos. Não podiam ser mais amargos.

— Não, tia Mônica! bradou Candinho, recusando um conselho que me custa escrever, quanto mais ao pai ouvi-lo. Isso nunca! Foi na última semana do derradeiro mês que a tia Mônica deu ao casal o conselho de levar a criança que nascesse à Roda dos enjeitados. Em verdade, não podia haver palavra mais dura de tolerar a dois jovens pais que espreitavam a criança, para beijá-la, guardá-la, vê-la rir, crescer, engordar, pular... Enjeitar quê? enjeitar como? Candinho arregalou os olhos para a tia, e acabou dando um murro na mesa de jantar. A mesa, que era velha e desconjuntada, esteve quase a se desfazer inteiramente. Clara interveio.

— Titia não fala por mal, Candinho.
— Por mal? replicou tia Mônica. Por mal ou por bem, seja o que for, digo que é o melhor que vocês podem fazer. Vocês devem tudo; a carne e o feijão vão faltando. Se não aparecer algum dinheiro, como é que a família há de aumentar? E depois, há tempo; mais tarde, quando o senhor tiver a vida mais segura, os filhos que vierem serão recebidos com o mesmo cuidado que este ou maior. Este será bem criado, sem lhe faltar nada. Pois então a Roda é alguma praia ou monturo? Lá não se mata ninguém, ninguém morre à toa, enquanto que aqui é certo morrer, se viver à míngua. Enfim...
Tia Mônica terminou a frase com um gesto de ombros, deu as costas e foi meter-se na alcova. Tinha já insinuado aquela solução, mas era a primeira vez que o fazia com tal franqueza e calor, — crueldade, se preferes. Clara estendeu a mão ao marido, como a amparar-lhe o ânimo; Cândido Neves fez uma careta, e chamou maluca à tia, em voz baixa. A ternura dos dois foi interrompida por alguém que batia à porta da rua.

— Quem é? perguntou o marido.
— Sou eu.
Era o dono da casa, credor de três meses de aluguel, que vinha em pessoa ameaçar o inquilino. Este quis que ele entrasse.

— Não é preciso...
— Faça favor.
O credor entrou e recusou sentar-se; deitou os olhos à mobília para ver se daria algo à penhora; achou que pouco. Vinha receber os aluguéis vencidos, não podia esperar mais; se dentro de cinco dias não fosse pago, pô-lo-ia na rua. Não havia trabalhado para regalo dos outros. Ao vê-lo, ninguém diria que era proprietário; mas a palavra supria o que faltava ao gesto, e o pobre Cândido Neves preferiu calar a retorquir. Fez uma inclinação de promessa e súplica ao mesmo tempo. O dono da casa não cedeu mais.

— Cinco dias ou rua! repetiu, metendo a mão no ferrolho da porta e saindo. Candinho saiu por outro lado. Nesses lances não chegava nunca ao desespero,
contava com algum empréstimo, não sabia como nem onde, mas contava. Demais, recorreu aos anúncios. Achou vários, alguns já velhos, mas em vão os
buscava desde muito. Gastou algumas horas sem proveito, e tornou para casa. Ao fim de quatro dias, não achou recursos; lançou mão de empenhos, foi a pessoas amigas do proprietário, não alcançando mais que a ordem de mudança.

A situação era aguda. Não achavam casa, nem contavam com pessoa que lhes
emprestasse alguma; era ir para a rua. Não contavam com a tia. Tia Mônica teve arte de alcançar aposento para os três em casa de uma senhora velha e rica, que lhe prometeu emprestar os quartos baixos da casa, ao fundo da cocheira, para os lados de um pátio. Teve ainda a arte maior de não dizer nada aos dois, para que Cândido Neves, no desespero da crise, começasse por enjeitar o filho e acabasse alcançando algum meio seguro e regular de obter dinheiro; emendar a vida, em suma. Ouvia as queixas de Clara, sem as repetir, é certo, mas sem as consolar. No dia em que fossem obrigados a deixar a casa, fá-los-ia espantar com a notícia do obséquio e iriam dormir melhor do que cuidassem.

Assim sucedeu. Postos fora da casa, passaram ao aposento de favor, e dois dias depois nasceu a criança. A alegria do pai foi enorme, e a tristeza também. Tia Mônica insistiu em dar a criança à Roda. “Se você não a quer levar, deixe isso comigo; eu vou à Rua dos Barbonos.” Cândido Neves pediu que não, que esperasse, que ele mesmo a levaria. Notai que era um menino, e que ambos os pais desejavam justamente este sexo. Mal lhe deram algum leite; mas, como chovesse à noite, assentou o pai levá-lo à Roda na noite seguinte.

Naquela reviu todas as suas notas de escravos fugidos. As gratificações pela maior parte eram promessas; algumas traziam a soma escrita e escassa. Uma, porém, subia a cem mil-réis. Tratava-se de uma mulata; vinham indicações de gesto e de vestido. Cândido Neves andara a pesquisá-la sem melhor fortuna, e abrira mão do negócio; imaginou que algum amante da escrava a houvesse recolhido. Agora, porém, a vista nova da quantia e a necessidade dela animaram Cândido Neves a fazer um grande esforço derradeiro. Saiu de manhã a ver e indagar pela Rua e Largo da Carioca, Rua do Parto e da Ajuda, onde ela parecia andar, segundo o anúncio. Não a achou; apenas um farmacêutico da Rua da Ajuda se lembrava de ter vendido uma onça de qualquer droga, três dias antes, à pessoa que tinha os sinais indicados. Cândido Neves parecia falar como dono da escrava, e agradeceu cortesmente a notícia. Não foi mais feliz com outros fugidos de gratificação incerta ou barata.

Voltou para a triste casa que lhe haviam emprestado. Tia Mônica arranjara de si mesma a dieta para a recente mãe, e tinha já o menino para ser levado à Roda. O pai, não obstante o acordo feito, mal pôde esconder a dor do espetáculo. Não quis comer o que tia Mônica lhe guardara; não tinha fome, disse, e era verdade. Cogitou mil modos de ficar com o filho; nenhum prestava. Não podia esquecer o próprio albergue em que vivia. Consultou a mulher, que se mostrou resignada.
Tia Mônica pintara-lhe a criação do menino; seria maior a miséria, podendo suceder que o filho achasse a morte sem recurso. Cândido Neves foi obrigado a cumprir a promessa; pediu à mulher que desse ao filho o resto do leite que ele beberia da mãe. Assim se fez; o pequeno adormeceu, o pai pegou dele, e saiu na direção da Rua dos Barbonos.

Que pensasse mais de uma vez em voltar para casa com ele, é certo; não menos certo é que o agasalhava muito, que o beijava, que lhe cobria o rosto para preservá-lo do sereno. Ao entrar na Rua da Guarda Velha, Cândido Neves
começou a afrouxar o passo.

— Hei de entregá-lo o mais tarde que puder, murmurou ele.

Mas não sendo a rua infinita ou sequer longa, viria a acabá-la; foi então que lhe ocorreu entrar por um dos becos que ligavam aquela à Rua da Ajuda. Chegou ao fim do beco e, indo a dobrar à direita, na direção do Largo da Ajuda, viu do lado oposto um vulto de mulher; era a mulata fugida. Não dou aqui a comoção de Cândido Neves por não podê-lo fazer com a intensidade real. Um adjetivo basta; digamos enorme. Descendo a mulher, desceu ele também; a poucos passos estava a farmácia onde obtivera a informação, que referi acima. Entrou, achou o farmacêutico, pediu-lhe a fineza de guardar a criança por um instante; viria buscá-la sem falta.

— Mas...
Cândido Neves não lhe deu tempo de dizer nada; saiu rápido, atravessou a rua, até ao ponto em que pudesse pegar a mulher sem dar alarma. No extremo da rua, quando ela ia a descer a de S. José, Cândido Neves aproximou-se dela. Era a mesma, era a mulata fujona.

— Arminda! bradou, conforme a nomeava o anúncio.

Arminda voltou-se sem cuidar malícia. Foi só quando ele, tendo tirado o pedaço e corda da algibeira, pegou dos braços da escrava, que ela compreendeu e quis fugir. Era já impossível. Cândido Neves, com as mãos robustas, atava-lhe os pulsos e dizia que andasse. A escrava quis gritar, parece que chegou a soltar alguma voz mais alta que de costume, mas entendeu logo que ninguém viria libertá-la, ao contrário. Pediu então que a soltasse pelo amor de Deus.

— Estou grávida, meu senhor! exclamou. Se Vossa Senhoria tem algum filho, peço-lhe por amor dele que me solte; eu serei tua escrava, vou servi-lo pelo tempo que quiser. Me solte, meu senhor moço!
— Siga! repetiu Cândido Neves.
— Me solte!
— Não quero demoras; siga!
Houve aqui luta, porque a escrava, gemendo, arrastava-se a si e ao filho. Quem passava ou estava à porta de uma loja, compreendia o que era e naturalmente não acudia. Arminda ia alegando que o senhor era muito mau, e provavelmente a castigaria com açoites, — coisa que, no estado em que ela estava, seria pior de sentir. Com certeza, ele lhe mandaria dar açoites.

— Você é que tem culpa. Quem lhe manda fazer filhos e fugir depois? perguntou Cândido Neves.
Não estava em maré de riso, por causa do filho que lá ficara na farmácia, à espera dele. Também é certo que não costumava dizer grandes coisas. Foi arrastando a escrava pela Rua dos Ourives, em direção à da Alfândega, onde residia o senhor. Na esquina desta a luta cresceu; a escrava pôs os pés à parede, recuou com grande esforço, inutilmente. O que alcançou foi, apesar de
ser a casa próxima, gastar mais tempo em lá chegar do que devera. Chegou, enfim, arrastada, desesperada, arquejando. Ainda ali ajoelhou-se, mas em vão.
O senhor estava em casa, acudiu ao chamado e ao rumor.

— Aqui está a fujona, disse Cândido Neves.
— É ela mesma.
— Meu senhor!
— Anda, entra...
Arminda caiu no corredor. Ali mesmo o senhor da escrava abriu a carteira e tirou os cem mil-réis de gratificação. Cândido Neves guardou as duas notas de
cinqüenta mil-réis, enquanto o senhor novamente dizia à escrava que entrasse. No chão, onde jazia, levada do medo e da dor, e após algum tempo de luta a escrava abortou.

O fruto de algum tempo entrou sem vida neste mundo, entre os gemidos da mãe e os gestos de desespero do dono. Cândido Neves viu todo esse espetáculo. Não sabia que horas eram. Quaisquer que fossem, urgia correr à Rua da Ajuda, e foi o que ele fez sem querer conhecer as conseqüências do desastre.
Quando lá chegou, viu o farmacêutico sozinho, sem o filho que lhe entregara. Quis esganá-lo. Felizmente, o farmacêutico explicou tudo a tempo; o menino estava lá dentro com a família, e ambos entraram. O pai recebeu o filho com a
mesma fúria com que pegara a escrava fujona de há pouco, fúria diversa, naturalmente, fúria de amor. Agradeceu depressa e mal, e saiu às carreiras, não para a Roda dos enjeitados, mas para a casa de empréstimo com o filho e os cem mil-réis de gratificação. Tia Mônica, ouvida a explicação, perdoou a volta do pequeno, uma vez que trazia os cem mil-réis. Disse, é verdade, algumas palavras duras contra a escrava, por causa do aborto, além da fuga. Cândido Neves, beijando o filho, entre lágrimas, verdadeiras, abençoava a fuga e não se lhe dava do aborto.

— Nem todas as crianças vingam, bateu-lhe o coração.